martes, 30 de junio de 2009

Mi asesinato

Me desperté, y tuve una incómoda sensación. Desde hace días sentía un inusitado malestar, una percepción extravagante, inexplicable, oscura. Me producía mucho escozor y no me permitía concentrar. Hoy, me di cuenta qué era lo que producía esa molestia. Estaba condenado a morir asesinado. Lo sabía perfectamente, cada fibra de mi ser lo entendió, ni bien abrí los ojos. Intenté engañarme, dicéndome que esto no podía ser así, que era irracional pensar de ese modo. Y sin embargo, no cabía duda de que me iban a matar. Los días que siguieron a este curioso hecho, fueron insoportables. A cada esquina, miraba por mi espalda, en cada sombra, estaba la figura del homicida. Y lejos de tranquilizarme, cada día que pasaba, sentía que inevitablemente me dirigía al encuentro con ese desconocido que acabaría con mi existencia. Cada día lloraba más que el anterior, me sentía más asustado, rezaba por mi rescate. Sólo iba de mal en peor, hacia un oscuro pozo de infinita y circular desesperación.
Me desperté, y tuve una gratificante sensación. Iba a morir, sin remedio. Sin embargo, había una posibilidad de salvarme. Sólo haría falta una persona. Sólo una. El amor de una mujer. Una bastaría para que yo no fuera asesinado. ¿Quién sería? Pasé horas, días, meses buscando a este ser. Creí encontrarla. En este rostro bonito. Pero no. En aquella interesante y simpática persona. Tampoco. En esa maravillosa, inteligente y honesta mujer. Tal vez sí. Y me até tanto a esta esperanza, que logré engañarme, aunque en el fondo – muy en el fondo– sabía que moriría. Resultó que no era ella. Yo la podría haber llegado amar, pero ella nunca a mí. Fue así, que tras recuperar brevemente mis esperanzas y algo de mi dicha, deseché los idealismos y puse, nuevamente, los pies en la sombría y esteril tierra. Al principio, fue algo desorientador: intenté, por todos los medios, negar lo que inevitablemente sucedería. Pero aunque como insensato ponía obstáculos a la realidad, no pude ocultar lo evidente. Unas misteriosas manos, esperan en penumbras para quitarme la vida.
Ninguna mujer apareció. Sólo encontré rostros hostiles, idénticos entre sí. Ninguna era mi mesías. El fulgor de esperanza había sido opacado nuevamente por el temor. Sumado ahora, a la desesperanza de la soledad.
Mi mente, vivía febril de alucinaciones y reflexiones. Pero al cabo de un breve tiempo, me di cuenta que sería inútil luchar contra el destino. Mis defensas fueron cediendo. La esperanza, (aún la más remota) se desvaneció como el polvo en las manos. Y acepté con resignación lo que me tocaba, en principio. Luego, la idea de mi asesinato, no parecía tan horrorosa. Finalmente, llegó a gustarme, y me di cuenta que hasta entonces mi vida era monótona, pueril y engañosa, y que después de la muerte, me enfrentaría a lo desconocido, lo nuevo, lo que hasta entonces había rechazado con férrea fortaleza, digna de comparación con la de los héroes griegos. Fue entonces, cuando comencé a tener ansiedad de que llegara el día.
A cada esquina, miraba por mi espalda, en cada sombra, estaba la figura del homicida. Pero aún no aparecía. Lástima. Lo esperaba con verdadero deseo. Soñaba su asesinato. Veía sus manos, que curiosamente me resultaban inexplicablemente conocidas, y desconocidas a la vez. ¿Vendrá? ¿Habrán sido fabulaciones mías?
Un día normal. Volví a casa, tarde. Abro la puerta. Y allí estaba. Sentado en las penumbras del living. Aún no había encendido las luces, por lo que no le pude distinguir. A pesar de eso, me di cuenta de que estaba desnudo.
Los seres humanos tendemos a concebir un mundo del estilo al que lo imaginó Parménides. Somos renuentes al cambio, a aquello que nos saque de la rutina. Yo había añorado este momento. Pero al estar de cara a la muerte, no pude menos que inquietarme. No supe que decir. Una mezcla de sentimientos incendiaban mi mente: temor, ansiedad, felicidad, tristeza, soledad... Él habló primero.
-Preferiría que, por el momento, no encendieras las luces.- Su voz era... no, me habrá parecido.
-De acuerdo.- Musité.
-Imagino que, conocés de sobra los motivos por los que estoy acá.- Me dijo con una calma extraña para la situación. Me sentí frustrado. ¡Todo este tiempo, había pensado en como iba a ser asesinado, pero nunca por qué!
-La verdad que no. Sólo sabía que me ibas a matar.- Respondí quedamente.
-Sí, es cierto, lo haré. Lo hubiera hecho antes, pero denodadamente te resistías a que lo hiciera. Buscaste salidas inverosímiles. Sos muy terco.
-Lo sé. ¿Quién no lo es ante su muerte?
-Sí, sí. Estás en lo cierto. Quizá a mi también me toque morir. Pero aún eso está lejos.- Me contestó pensativo. Un silencio ahogó la habitación. Estaba emocionado. Pronto, moriría. Se me ocurrió una pregunta.
-Si la hubiese encontrado...
-¿Para que pensar aquello que pudo ser pero que no es?
-Curiosidad humana. Nada más y nada menos.- Respondí de mal modo. No lo pude ver, pero supe que se sonrió.
-Inevitablemente te dirigías hacia acá. Quizá, hubieras evitado este asesinato. O tal vez, sólo la habrías aplazado.
-Ah... Tenías razón. De nada sirve pensar lo que pudo ser. Bueno, estuve esperando ansiosamente. ¿Qué te parece si procedés?
-Fantástico.
Con serenidad, fue hacia mi dormitorio. No se me cruzó ni por un segundo escapar. Volvió, vestido con mis ropas. Se acercó hacia mi, con la misma tranquilidad. Al principio no lo miré. Sus manos se cerraron alrededor de mi cuello. Curioso. Eran iguales a las mías. Alcé mi rostro. Pude distinguir el suyo. Y me di cuenta que era idéntico al mío. Excepto por una cosa: sus ojos. En ellos brillaba una luz diferente. Fue cuando comprendí: él había venido a reemplazarme. Nadie notaría mi muerte. O mejor, me di cuenta que yo no moriría en realidad. Renacería, en este ser que ahora me mataba.

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